domingo, 24 de junio de 2012

El tío del salacot

Para que una familia esté completa ha de contar entre sus miembros con un tío aventurero y simpático, lejano y solitario, viajero, discretamente mundano, siempre a caballo entre su casa y su libertad, declarado adalid de la vida sin ataduras y de la ropa informal, cara y elegante. En las viejas películas de Hollywood este tío solía aparecer habitualmente vestido de explorador, recalando apresuradamente en el hogar familiar entre dos safaris y tocado con el correspondiente sombrero salacot, por lo que yo he dado en llamarle el tío del salacot. Si lo piensan un poco en casi todas las familias suele haber uno. Pues bien, lo más parecido al tío del salacot de mi familia, mi tío del salacot particular, fue mi tío Santos.

Mi tío Santos trabajaba en unos oficios que uno, criado en Arévalo entre el corral de gallinas de mi abuelo y la menesterosa escuela de Don Hilario, situaba en el inabarcable limbo de las cosas inconcebibles. Mi tío Santos era locutor de Radio Nacional de España, creativo publicitario, escritor, rapsoda y actor de doblaje, entre otras cosas. Su característica voz aparece en un buen número de las películas de los años sesenta, setenta y ochenta.
Mi tío había publicado incluso un poemario de encendidos versos de resonancias becquerianas. Un día mi primo Luis y yo encontramos un ejemplar cubierto de polvo abandonado en una alacena y nos aprendimos algunas estrofas para recitárselas a unas muchachas de Arévalo, a las que andábamos rondando. Resultó un fracaso estrepitoso. Y es que nosotros teníamos la lírica del tío Santos en la cabeza,  pero ellas prefirieron irse con  un tipo que tenía una Ducati 200 con motor monocilíndrico entre las piernas.

El caso es que en mi casa se escuchaba a mi madre casi a diario la misma cantinela:

-  Silencio niños, vamos a escuchar el parte de Radio Nacional, que lo va a dar el tío Santos.

Seguramente se tratará de una ficción ideada por mi candorosa imaginación infantil, pero yo creía entonces que mi tío Santos era una persona muy dotada para la seducción, con esa hermosa voz suavemente rasposa, seca y profunda, y con una dicción perfecta que tanto le agradecían las palabras. Cuando hablaba se notaba mucho que amaba cada uno de sus sonidos y matices y que aquel era un amor plenamente correspondido.

Por si fuera poco mi tío Santos presentaba una mirada romántica y apasionada y gastaba poses muy naturales de artista glamouroso. Para mí, Charles Aznavour o Sean Connery –tan parecidos físicamente a él- eran unos esforzados imitadores de mi tío.

Para acabar de completar su figura de héroe de Salgari, mi tío Santos era además cazador y pescador. En ocasiones, en verano, condescendía a llevarnos al río – a veces el Adaja o el Arevalillo- para que nos bañáramos. Por cierto que, a pesar de su comprensible insistencia, yo jamás me quité los calcetines para introducirme en el agua (creo que hoy día por algo así me hubieran puesto de inmediato en tratamiento psiquiátrico). Mi tío Santos llevaba en el coche, cuidadosamente guardadas pero siempre a mano, unas bonitas petacas de whisky de doce años y de coñac francés. La indeleble mixtura del olor a tapicería de cuero, alcohol  y  tabaco rubio americano, forma parte de la  mitología de mi infancia y fue lo más parecido al lujo y al refinamiento cosmopolita que yo había conocido hasta entonces.

Hoy mi tío Santos acaba de cumplir  noventa y dos años, pero tengo la sensación de que si muriera mañana lo haría siendo mucho más joven que yo. Cada vez que le veo recuerdo algo que Luis Miguel Dominguín le dijo a Picasso cuando éste ya era bastante mayor:

 - Pablo, para ser tan joven como nosotros hace falta haber vivido muchos años.

Fuente: La Llanura

No hay comentarios:

Publicar un comentario